viernes, 2 de mayo de 2014

Libro Tercero. Del consuelo interior. Introducción.

      Es el libro más extenso de la Imitación de Cristo. En él no abundan temas nuevos respecto a los tratados en los libros anteriores, a pesar de lo cual hay una auténtica novedad en él.
       El estilo cambia. La colección de exhortaciones y consejos deja lugar a un diálogo entre Jesucristo y el alma fiel. Ello implica un cambio de tonalidad. Sin llegar a los arrebatos místicos, deja lugar a una expresión algo más afectiva.
       Pero el cambio más notable, y el más importante para el aprovechamiento del lector, está en la reiterada insistencia sobre la necesidad de la gracia. Parece claro que el autor ha tenido una vívida experiencia espiritual de la gratuidad absoluta con que Dios llama, conduce y destina al hombre a la vida y a la participación en el eterno diálogo de la Personas Trinitarias.
          "Esta gracia es una luz sobrenatural, un don especial de
          Dios y, propiamente, la señal de los elegidos y la prenda
          de la salvación eterna. Ella eleva al hombre de lo terrenal
          para que ame lo celestial, y lo transforma de carnal en
          espiritual. De manera que cuanto más se refrene y se
          venza a la naturaleza, tanto mayor será la gracia
          infundida, y así, por medio de nuevas y continuas
          manifestaciones divinas, el hombre interior se irá
          transformando según la imagen de Dios" (54, 17). 
          "¿Qué soy yo sin la gracia, sino un madero seco, o una
          rama inútil que para nada sirve sino para ser tirado?"
          (55, 6). 
       Con este tema el autor toca el núcleo más típico de la fe cristiana: todo es don, todo es regalo, todo es gracia de Dios. Decía Juan XXIII, el Papa Bueno, la noche en que inauguró el Concilio Vaticano II: "Mi persona no vale nada, es un hermano que les está hablando a ustedes, un hermano que llegó a ser padre por voluntad de nuestro Señor; pero todo junto, paternidad y fraternidad, es gracia de Dios. ¡Todo, todo!".
     La experiencia medular del hombre interior es que todo lo ha recibido. También la propia búsqueda de la salvación. Experimenta que es Dios quien llama y quien da la fuerza para que el hombre lo siga.
     Es quizás la experiencia religiosa más difícil, ya que la tendencia de la naturaleza caída es creer que se progresa por el esfuerzo propio, cuando, en realidad, Dios nos hace acompañar con nuestro esfuerzo lo que Él va realizando para nuestra salvación. Aceptar vitalmente la gratuidad, es también aceptar vitalmente la propia pobreza e incapacidad radical. “Polvo y nada”; “tierra y barro”, es el hombre librado a sí mismo; pero aún, “pecador inmundo” porque transforma su barro y nada en pecado y ofensa a Dios (cfr. 13, 2-3).
     No es esto un llamado a la pasividad. “El que te creó sin ti, no te salvará sin ti”, decía san Agustín. La incomparable grandeza del hombre, y su excelsa dignidad está en poder disponerse a recibir la gracia y en esforzarse en acompañar a Dios que lo desapega de lo mundano y lo apega a Jesucristo, el único Salvador. En última instancia, la grandeza y dignidad del hombre son un don: su semejanza con Cristo.
     Por la experiencia, el autor ha saboreado el misterio de la gratuidad total, e invita al lector a recorrer ese mismo camino de grandeza y felicidad.
     En ese contexto se pueden comprender muchas afirmaciones de este libro que, de otra manera, quedarían sin una explicación satisfactoria. “Para poseerlo todo es necesario que lo des todo” (27, 1). Como Jesús que todo lo recibió del Padre, y por eso todo lo dio, hasta la misma vida, y por eso fue glorificado en la resurrección: porque todo lo dio, todo lo recibió…
     El hombre no fue creado para gozar del mundo (cfr. 16, 1). Esto no contradice la acción de Dios creador que hace el mundo para el hombre (cfr. Gén. Caps. 1 y 2), sino que lleva al hombre interior a mirar el mundo como regalado en orden a un don infinitamente superior: la eterna amistad con Dios en el seno de la Trinidad. Quien quiera quedarse con los bienes del mundo, no podría recibir la amistad con Dios.
     Como el hombre, si bien ya saborea por la gracia un anticipo del regalo definitivo que Dios le tiene preparado, aún no lo posee definitivamente ni totalmente; como aún el hombre está en el mundo y en camino, su ánimo es muy cambiante (cfr. Cap. 33). Pero ni debe supeditar su vida anterior a los estados de ánimo, ni debe negarlos o prescindir totalmente de ellos. Con sus diversos estados anímicos y desde esos mismos estados -alegre o triste, tranquilo o perturbado, devoto o árido, activo o perezoso, estudioso o distraído- debe dirigirse a Dios. Si se deja dominar por dichos estados de ánimo diversos y cambiantes, y sólo espera tiempos propicios para dirigirse a Dios, no progresará espiritualmente y, por el contrario, si pretendiera prescindir de ellos o negarlos, construiría un edificio sobre arena que pronto se derrumbaría ya que la amistad con Dios sólo puede basarse en la verdad, la sinceridad y la autenticidad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario