Es el libro más extenso de la
Imitación de Cristo. En él no abundan temas nuevos respecto a los tratados en
los libros anteriores, a pesar de lo cual hay una auténtica novedad en él.
El
estilo cambia. La colección de exhortaciones y consejos deja lugar a un diálogo
entre Jesucristo y el alma fiel. Ello implica un cambio de tonalidad. Sin
llegar a los arrebatos místicos, deja lugar a una expresión algo más afectiva.
Pero
el cambio más notable, y el más importante para el aprovechamiento del lector,
está en la reiterada insistencia sobre la necesidad de la gracia. Parece claro
que el autor ha tenido una vívida experiencia espiritual de la gratuidad
absoluta con que Dios llama, conduce y destina al hombre a la vida y a la
participación en el eterno diálogo de la Personas Trinitarias.
"Esta gracia es una luz sobrenatural, un don especial de
Dios y, propiamente, la
señal de los elegidos y la prenda
de la salvación eterna. Ella
eleva al hombre de lo terrenal
para que ame lo celestial, y lo
transforma de carnal en
espiritual. De manera que
cuanto más se refrene y se
venza a la naturaleza, tanto mayor
será la gracia
infundida, y así, por medio de nuevas
y continuas
manifestaciones
divinas, el hombre interior se irá
transformando según la imagen de
Dios" (54, 17).
"¿Qué soy
yo sin la gracia, sino un madero seco, o una
rama inútil que para nada sirve
sino para ser tirado?"
(55, 6).
Con este tema el autor toca el
núcleo más típico de la fe cristiana: todo es don, todo es regalo, todo es
gracia de Dios. Decía Juan XXIII, el Papa Bueno, la noche en que inauguró el
Concilio Vaticano II: "Mi persona no vale nada, es un hermano que les está
hablando a ustedes, un hermano que llegó a ser padre por voluntad de nuestro
Señor; pero todo junto, paternidad y fraternidad, es gracia de Dios. ¡Todo,
todo!".
La
experiencia medular del hombre interior es que todo lo ha recibido. También la propia
búsqueda de la salvación. Experimenta que es Dios quien llama y quien da la
fuerza para que el hombre lo siga.
Es quizás
la experiencia religiosa más difícil, ya que la tendencia de la naturaleza
caída es creer que se progresa por el esfuerzo propio, cuando, en realidad,
Dios nos hace acompañar con nuestro esfuerzo lo que Él va realizando para
nuestra salvación. Aceptar vitalmente la gratuidad, es también aceptar
vitalmente la propia pobreza e incapacidad radical. “Polvo y nada”; “tierra y
barro”, es el hombre librado a sí mismo; pero aún, “pecador inmundo” porque
transforma su barro y nada en pecado y ofensa a Dios (cfr. 13, 2-3).
No es esto un llamado a la pasividad. “El
que te creó sin ti, no te salvará sin ti”, decía san Agustín. La incomparable
grandeza del hombre, y su excelsa dignidad está en poder disponerse a recibir
la gracia y en esforzarse en acompañar a Dios que lo desapega de lo mundano y
lo apega a Jesucristo, el único Salvador. En última instancia, la grandeza y
dignidad del hombre son un don: su semejanza con Cristo.
Por la experiencia, el autor ha saboreado
el misterio de la gratuidad total, e invita al lector a recorrer ese mismo
camino de grandeza y felicidad.
En ese contexto se pueden comprender
muchas afirmaciones de este libro que, de otra manera, quedarían sin una
explicación satisfactoria. “Para poseerlo todo es necesario que lo des todo”
(27, 1). Como Jesús que todo lo recibió del Padre, y por eso todo lo dio, hasta
la misma vida, y por eso fue glorificado en la resurrección: porque todo lo
dio, todo lo recibió…
El hombre no fue creado para gozar del
mundo (cfr. 16, 1). Esto no contradice la acción de Dios creador que hace el
mundo para el hombre (cfr. Gén. Caps. 1 y 2), sino que lleva al hombre interior
a mirar el mundo como regalado en orden a un don infinitamente superior: la
eterna amistad con Dios en el seno de la Trinidad. Quien quiera quedarse con
los bienes del mundo, no podría recibir la amistad con Dios.
Como el hombre, si bien ya saborea por la
gracia un anticipo del regalo definitivo que Dios le tiene preparado, aún no lo
posee definitivamente ni totalmente; como aún el hombre está en el mundo y en
camino, su ánimo es muy cambiante (cfr. Cap. 33). Pero ni debe supeditar su
vida anterior a los estados de ánimo, ni debe negarlos o prescindir totalmente
de ellos. Con sus diversos estados anímicos y desde esos mismos estados -alegre
o triste, tranquilo o perturbado, devoto o árido, activo o perezoso, estudioso
o distraído- debe dirigirse a Dios. Si se deja dominar por dichos estados de
ánimo diversos y cambiantes, y sólo espera tiempos propicios para dirigirse a
Dios, no progresará espiritualmente y, por el contrario, si pretendiera
prescindir de ellos o negarlos, construiría un edificio sobre arena que pronto
se derrumbaría ya que la amistad con Dios sólo puede basarse en la verdad, la
sinceridad y la autenticidad.
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