miércoles, 19 de marzo de 2014

Libro Segundo. Consejos para la vida interior. Introducción

       La vida cristiana es una lucha, un combate. Ello está significado muy palpablemente en la celebración del Bautismo, cuando se marca al que va a ser bautizado con el aceite bendecido__óleo de los catecúmenos__ y se le dice: “Que te defienda y fortalezca el poder de Cristo Salvador”. Es como si se le pusiese al bautizado una coraza para la lucha que significará su vida cristiana.

       Como Jesús tuvo que combatir contra el mal y padecer la cruz para llegar a la resurrección, así también el creyente, por el sacrificio y la mortificación, combate consigo mismo y con lo adverso del mundo para llegar a ser, con Cristo resucitado, un hombre espiritual.
       Lo que ha de ser un día, ya lo va amasando en el diario trajinar. Debe ir reconstruyendo según el sentir de Dios su propia realidad humana corroída por el pecado: debe ir dejando de pensar y actuar según sus propias inclinaciones, aun a costa de frecuentes padecimientos, para pensar y actuar según Dios. La lucha emprendida tiene como finalidad tener los mismos criterios de Dios y adecuar la propia vida a ellos.
       Por eso en este segundo libro se vuelve a insistir machaconamente en la necesidad de la vida interior: a Dios se lo encuentra en lo profundo del corazón. Quien se encuentra con Dios se conoce mucho mejor a sí mismo, porque se descubre y experimenta amado por Dios. En ese encuentro reconoce qué cosas pide Dios que se destierre del corazón para que pueda habitarlo más plenamente la Trinidad Santa.
      El hombre interior, aun en medio de luchas y padecimientos, gustará la felicidad porque se sabe propiedad de Dios. El hombre exterior, el que sigue sus propias inclinaciones y vive como propiedad del mundo, aun en medio de efímeros gozos, padece: experimenta lo pasajero del mundo y la atención al “que dirán” carcome su aparente paz y bienestar.
       El hombre exterior no se conoce; no es testigo conciente de sus propios defectos, y por eso se transforma en juez de las conductas ajenas. El hombre interior se conoce radicalmente incapaz y profundamente pecador; esa convicción es un escudo para librarlo de la constante tentación de juzgar al prójimo.
       El hombre exterior ama el mundo, pero siempre queda con las manos vacías, porque el mundo es pasajero e inconstante. El hombre interior ama a Jesús, lo sigue en todo y todo lo posee en Jesús. Así, por Jesús, llega a amar al mundo y a darle su verdadero valor, porque lo aprecia desde la perspectiva del creador.
       La presencia de Dios en el corazón del hombre es un regalo de Dios, es gracia. Ahora bien, la Imitación llama frecuentemente gracia al consuelo, a esa experiencia íntima que Dios produce en el orante. Esta experiencia o consolación __como frecuentemente se la denomina__, Dios no la otorga siempre. Es una gracia que anima y reconforta al creyente en su lucha por amar e imitar a Cristo, pero no pueden hacerse depender ese amor e imitación, ni tampoco la misma oración, a la presencia de la consolación.
       Quien orase solamente como búsqueda de consolación no oraría por amor a Dios sino por amor al consuelo. El hombre interior ha de ser  constante en la oración y en el amor a Jesús; y habrá de ser agradecido cuando Dios lo reconforte y aliente con la gracia del consuelo espiritual.
       El camino de la unión a Dios consiste, en definitiva, en estar siempre disponible a la acción del Espíritu Santo en la propia vida; de “hombres carnales”, El hará “hombres espirituales”; de “hombres exteriores”, El hará “hombres interiores”; de “hombres mundanos”, El hará “hombres de Dios”: humildad, sumisión, mortificación, vida interior, son dones del mismo Espíritu Santo, que nos dispone a unirnos a Dios. En ello consiste la verdadera sabiduría y libertad: “ten por cierto que tu vida ha de ser una muerte continua y que cuanto más uno muere a sí mismo, tanto más vivirá para Dios” (12, 14).

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