3. Queremos que los demás sean
estrictamente corregidos, pero nosotros no. Nos molesta la excesiva liberalidad
de otros, pero no queremos se nos niegue nada a nosotros. Queremos que se
restrinja a otros por medio de reglamentos, pero no permitimos que a nosotros
se nos ponga un solo freno. De aquí surge clara la conclusión: no consideramos
al prójimo como a nosotros mismos. Si todos fueran perfectos, ¿qué ocasiones
nos proporcionarían nuestros semejantes para sufrir por amor de Dios?
4. Ahora bien, Dios, en este mundo,
ha ordenado las cosas de esta manera para que sobrellevemos recíprocamente
nuestras cargas (cfr. Gál. 6,2). Porque no hay nadie sin defecto y todos
llevamos nuestras aflicciones; no hay nadie que baste a sí mismo y nadie es
suficientemente sabio. Es indispensable, pues, soportarnos mutuamente y
juntamente consolarnos, ayudarnos unos a otros, instruirnos y aconsejarnos.
El
momento de la adversidad manifestará cuán alta sea la perfección alcanzada.
Esas ocasiones no debilitan al hombre, sí demuestran cuál es su estado.
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